30 abr 2020

Una jaula vacía cerrada por dentro

EL CASTILLO

¿Cómo has logrado levantar un castillo en tu cabeza, con sus torres y fosos, sin que nadie notara que se te ha inclinado el cuello por el peso? ¿Cómo lo has ocultado a tus padres y hermanos, a tu mujer y a tus hijos? Dicen que un embarazo puede disimularse durante meses. Pero ese castillo donde has metido un dragón que no echa fuego… ¿No ha visto nadie que te hacía andar más despacio, que te estaba venciendo? Tu corazón habita en las mazmorras y un ejército de moscas espera ciego en tu carne. ¿Es el castillo lo que hace que salgas por las noches? Podrías quedarte dentro, decirle "sal tú de mí si no lo puedes soportar" . Pero en la necesidad de huir se fundamenta tu encierro en el castillo. Lo has levantado para que nadie pueda ni herirte ni salvarte, cada vez más inclinado el cuello.






15 dic 2019

1 ago 2019

La mirada poética

La mirada poética transforma cualquier objeto, persona o paisaje en algo único que no ha existido antes ni existirá después (lo arroja a un lugar desconocido donde quedará atrapado, inmóvil, hasta que un lector anónimo lo libera).
Esta transformación se produce aunque el objeto, la persona o el paisaje conserven su apariencia original: es una transformación del "ser", no del "parecer", igual que los gemelos parecen idénticos pero cada uno es un ser diferente.
De algún modo, la mirada poética multiplica la realidad sin que nadie se dé cuenta.

5 may 2019

LA POÉTICA DE LUIS LANDERO


EL HÉROE Y EL EVÓNIMO
RAÚL NIETO DE LA TORRE
Universidad Autónoma de Madrid

Las novelas de Luis Landero se organizan en torno a los personajes y, más específicamente, a los protagonistas de las mismas. Así, la presencia de estos contamina todos los elementos de la red textual, siendo imposible delimitar con claridad su ámbito de influencia. ¿Cómo estudiar, por ejemplo, Juegos de la edad tardía sin referirse constantemente, de un modo u otro, a Gregorio y a Gil, creadores cómplices del gran Augusto Faroni? ¿Cómo interpretar el final de El guitarrista sin comprender las particularidades configuradoras del joven Emilio? Los héroes de Luis Landero encierran las claves para entender el resto de elementos de la narración. El estilo de la obra, los temas, la estructura, el tiempo, etc., se interrelacionan con el personaje literario de forma indisociable, creando de esta manera un efecto global en el lector. El propio autor ha señalado en alguna ocasión que el personaje es siempre el punto de partida de su mundo novelesco:

-Lo más importante en la novela es el personaje, él es el que me mueve a escribir. No hay personas vulgares, todo el mundo tiene su trastienda, su capacidad para soñar. Tenemos la vida que tenemos pero lo que realmente nos define es lo que nos gustaría ser.[1]

Tras un detenido análisis de los personajes más importantes de sus novelas, desde Juegos de la edad tardía (1989) a Retrato de un hombre inmaduro (2009)[2], observamos que todos ellos comparten una serie de rasgos fundamentales que confieren al conjunto de la obra una suerte de unidad, de inevitable aire de familia. Los rasgos más destacados de estos personajes serían: la ausencia o la muerte prematura del padre, la soledad del individuo frente a un mundo laberíntico, inabarcable, y una tendencia a la ensoñación consciente que desemboca en peligrosos juegos donde la realidad se entremezcla con la ficción. Se trata de héroes configurados siempre desde los contrastes y las contradicciones, cuya infatigable búsqueda de identidad los aboca a transitar por lugares fronterizos. Ni héroes tradicionales ni antihéroes, los protagonistas de Luis Landero parecen realizarse únicamente desde lo que el propio autor denomina “indefinición de la frontera”[3]. En esta búsqueda, suelen establecer relaciones con otros personajes secundarios, a veces dentro de un esquema más o menos fijo y recurrente en varias de sus novelas.[4]
El conflicto entre realidad y ficción, el rasgo más definitivo y definitorio de los héroes de Luis Landero, ha sido convenientemente analizado por Miguel Martinón en relación con Juegos de la edad tardía, la primera novela de nuestro autor y sin duda la más estudiada por la crítica: 

Se trata de un conflicto que se plantea en la novela de Landero como concrección de lo que me parece uno de los aspectos más hondos y definitorios del carácter trágico de la existencia humana: la conciencia de la finitud, en el sentido no solo de vivir ante la inexorabilidad de nuestra propia muerte sino también de no poder realizar otras vidas posibles.[5]

Y habría que añadir, por supuesto, la agonía del paso del tiempo, con toda su retórica existencial de desastres y naufragios. En este sentido, salta a la mente la oposición entre el concepto “juegos”, asociado tradicionalmente a la infancia, y la “edad tardía” de Gregorio y Gil, señalada en el título, a modo de clave inicial para entender la tensión trágica que late en la primera novela de Luis Landero. Pero no solo en Juegos de la edad tardía, donde es muy evidente, sino también en el resto de su obra: ficción y realidad, juego y tragedia, se confabulan para construir un mundo literario propio, traspasado por una sorprendente e insaciable voluntad narradora, metamorfoseado. Baste mencionar la teatral relación sentimental entre Emilio y Adriana en El guitarrista, los frecuentes desdoblamientos imaginarios de Matías Moro en El mágico aprendiz o la farsa espectacular tramada por Bernardo Pérez en Hoy, Júpiter. Esto tiene que ver, por supuesto, con la naturaleza híbrida, muy particular, de los personajes que pueblan el mundo de Luis Landero. Así lo indica Elvire Gomez-Vidal en su imprescindible estudio sobre Juegos de la edad tardía:

Son personajes fundamentalmente literarios, en el sentido en el que, si bien llevan a cabo aspiraciones muy humanas perseguidas hasta el delirio y a veces hasta la muerte, el narrador nunca borra por completo su esencia ficticia al enmarcar sus aventuras y desventuras dentro de una tonalidad heroico bufa. Ellos son los guías del lector en un mundo laberíntico por explorar, un tejido textual traspasado por temas recurrentes y al que están unidos entrañablemente por vínculos dialécticos: su búsqueda de identidad engalana la realidad con un maravilloso aditivo, la capacidad de narrar, que ineludiblemente la metamorfosea.[6]

Esta búsqueda de identidad, en un mundo tan cambiante y engañoso, tiene mucho de aventura épica, de batalla diaria con los dragones de lo cotidiano. No en vano esa es una de las grandes empresas del ser humano actual: llegar a ser quien realmente es, noble propósito que, paradójicamente, parece decirnos nuestro autor, solo puede lograrse mediante peligrosos juegos con la imaginación propia y la de los otros.
           
1. la épica de lo cotidiano
La función del escritor, tal y como la entiende Luis Landero, es complementaria a la del historiador y no menos necesaria: ocuparse de la historia de los hombres sin nombre. Esta idea subyace en la elección de los espacios, los argumentos y, por supuesto, los personajes. Una prueba de ello es la grotesca y fabulosa creación de una Enciclopedia del Género Humano en El guitarrista, un gran libro “donde viniesen no sólo los notables sino todos y cada uno de cuantos pasan por el mundo, todas esas vidas anónimas y en apariencia estériles pero aun así merecedoras de conservar un mínimo destello, de perdurar en unas pocas líneas” (p. 27). Nos encontramos, pues, con una épica de hechos menores, con un humilde afán de salvación a través de la literatura orientada hacia lo cotidiano. En un texto titulado significativamente “El valor de un instante”, a propósito de una mujer que graba en vídeo a dos malos jugadores de tenis, Luis Landero insiste en esta idea de rescatar las experiencias anónimas:

Hay una épica de lo cotidiano y esa mujer era sencillamente su juglar. Importa vivir, y no está mal que quede testimonio de la huella en la arena, un signo dirigido no a la memoria colectiva sino, como mucho, a la amorosa curiosidad de la generación venidera, a los sobrevivientes que acaso te recuerden, te quieran.[7]

Gracias a la ficción cotidiana, que adopta múltiples variantes, el hombre anónimo puede encontrar un sitio en el mundo y definir su propia identidad. Buen ejemplo de esta actitud son las siguientes palabras de Entre líneas: el cuento o la vida que aquí recuperamos:

La realidad nos pone en nuestro sitio; luego, nosotros, por medio de la narración, ponemos a la realidad en el suyo. El mendigo deviene príncipe, la realidad se rinde ante el deseo, la vida se confunde por un instante con el sueño. (p. 78)

La identidad del individuo, según da a entender Luis Landero, es un híbrido de ficción y realidad, de cuentos y vida, en cuyo desarrollo va a ocupar un lugar fundamental la memoria individual que, como veremos, acaba conectando con la colectiva. El relato oral, popular y anónimo, en este sentido, es tan valioso o más que el firmado con nombre y apellidos a la hora de configurar la identidad del individuo a través de la memoria. La poética de Luis Landero se nutre de esos recuerdos alejados de la historia oficial, pero capaces de sobrevivir milagrosamente a los embates del olvido, como señala en “Un recuerdo enfermo”:

¿Por qué olvidamos hechos decisivos, datos magníficos de mares y monarcas recordamos el nombre de un gato, la forma de una nube, la tontería que dijo un payaso en el circo, el olor del invierno que perdura en un zócalo?[8]

Esos recuerdos “menores” constituyen la base de la identidad de sus personajes. Son hombres anónimos los que filtran la realidad y la devuelven convertida en materia poética.
Los resultados de esa pugna entre sueño y realidad, sin embargo, a menudo no son satisfactorios para los intereses de los personajes. De hecho, gran parte del humor de Luis Landero viene producido por los desajustes quijotescos entre la realidad cotidiana y el ideal al que los héroes aspiran. La imagen del mundo aparece, así, distorsionada en sus novelas, modificada por nobles afanes desmedidos que chocan cómicamente con obstáculos cotidianos. Lo resume muy bien don Isaías, hacia el final de Juegos de la edad tardía, cuando dice: “Es como quien va a matar dragones y no puede porque tiene una piedra en el zapato” (p. 383).

2. el héroe y el evónimo
Tomemos el caso de Manuel Pérez Aguado, personaje que actúa en cierto modo como alter ego o máscara de Luis Landero en Entre líneas: el cuento o la vida, para explorar el concepto de épica de lo cotidiano. ¿De qué manera se articula este concepto en la narración? ¿Cómo se construyen  sus símbolos?
Manuel Pérez Aguado es un perfecto ejemplo de este héroe anónimo que encarna los ideales de la épica de lo cotidiano. El hecho de que el narrador heterodiegético decida abiertamente llamarle Manuel Pérez Aguado, en un acto metaliterario que desmonta desde el principio la “ilusión de realidad” de la obra, indica el afán por retratar una vida cotidiana, cualquiera, entre la realidad y la ficción, al margen de crónicas oficiales y manuales de historia. Respecto al nombre escogido, por ejemplo, dice “que es un nombre que no compromete a casi nada, y apenas nada evoca” (p. 11), esto es, un nombre sin atributos. El tratamiento del personaje, pues, es coherente desde el principio con las tesis planteadas en Entre líneas: el cuento o la vida: un libro hecho de narraciones ficticias y de recuerdos de la vida cotidiana que van rellenando, poco a poco, un simple nombre aparentemente vacío.
Entre todas las anécdotas que intercala, reales o ficticias, imaginadas o biográficas, nos interesa especialmente el capítulo de Entre líneas: el cuento o la vida titulado “Primera experiencia estética”, donde el autor cuenta cómo surgió en él (o, mejor dicho, en Manuel Pérez Aguado) el deseo de contar y escuchar historias, de boca de su abuela, en la infancia, al amparo tranquilo de un evónimo. 
A partir de la primera experiencia estética, que se sitúa al comienzo del libro, el evónimo se convierte en símbolo de Entre líneas: el cuento o la vida. El mundo real y el de ficción se funden simbólicamente en él para siempre. Así lo explica el narrador algunas líneas más abajo:

El evónimo (con su rumor, sus sombras, sus sigilos) comenzó entonces a ser para Manuel algo más que un árbol o un arbusto. Verlo y escucharlo a cualquier hora (incluso en el recuerdo de este instante) era y es como rememorar el mundo de las realidades ficticias. (p. 24)

Con el oxímoron “realidades ficticias”, de algún modo, el autor convierte el evónimo en símbolo, en una solución al “conflicto insoluble” (p.138) entre ficción y realidad, entre cuento y vida que plantea el título del libro en clave disyuntiva. Precisamente, en este mismo capítulo de Entre líneas: el cuento o la vida, encontramos también otro símbolo literario que representa la fusión de ficción y realidad, aunque en este caso Luis Landero lo ha tomado de Cervantes. Nos referimos al famoso “baciyelmo” del Quijote, que el profesor Manuel Pérez Aguado cita en su clase de literatura y que luego relaciona con un cuento maravilloso que su abuela le contó de niño debajo del evónimo:  

Eso se llama metáfora, y nadie expresa mejor ese fenómeno prodigioso que Cervantes: don Quijote lee, lee y lee. Un día levanta los ojos y, oh maravilla, he aquí que en el mundo cotidiano se ha obrado una metamorfosis, como le pasó al pescador al volver a su aldea, como le ocurrió al niño Manuel al acabar el cuento que una vieja le contó debajo del evónimo. Baciyelmo. (p. 25)

El “baciyelmo” aparece en uno de los episodios más conocidos del Quijote. Recordemos que en él aparece el barbero al que Sancho había despojado de su asno y don Quijote de su bacía, confundiéndola con el yelmo de Mambrino y ganándola en legítima batalla. Cuando el barbero reclama sus pertenencias, don Quijote manda a Sancho traer el yelmo de Mambrino y mostrar a los inquilinos de la venta donde se encuentran que el barbero está equivocado. Sancho, que sabe perfectamente que no es un yelmo sino una bacía, rebautiza públicamente al objeto en cuestión con el nombre de “baciyelmo”. Esta ingeniosa solución lingüística, intermedia entre la locura de su amo y la evidencia de los hechos, le sirve al narrador heterodiegético de Entre líneas: el cuento o la vida para explicarnos qué es una metáfora. Como un “baciyelmo”, la literatura es un híbrido de ficción y realidad, de cuento y vida. La imagen del “baciyelmo” cifra la estructura dual del libro (capítulos pares e impares) y simboliza la naturaleza híbrida de ficción y realidad de Manuel Pérez Aguado a modo de eslabón entre ambas dimensiones del personaje.
Si interpretamos la palabra “evónimo” siguiendo el modelo de “baciyelmo”, vemos que el significante “evónimo” está constituido igualmente por la fusión de dos significantes muy diferentes entre sí. Estas palabras -que nada tienen que ver con la etimología lingüística del arbusto, también llamado bonetero de Japón- son el sustantivo “evocación” y el adjetivo “anónimo”. El evónimo sería así el símbolo de la “evocación anónima”: el recuerdo de un hombre cualquiera, la historia de una de esas vidas sin nombre que no aparecen en las crónicas oficiales. Y también sería, por extensión, el símbolo de la épica de lo cotidiano que defiende Luis Landero en “El valor de un instante”, el artículo ya mencionado, de ¿Cómo le corto el pelo, caballero?. Héroes épicos, por tanto, normales y corrientes, como Manuel Pérez Aguado. Pero también como Gregorio Olías, Matías Moro, Emilio, Belmiro Ventura, Dámaso Méndez y tantos otros personajes que convierten la obra de Luis Landero en una gran colección de hazañas que no pasarán a la Historia, pero que, a su manera, sobreviven en la memoria. A este respecto, afirma nuestro autor en otro artículo de periódico: “Siempre me ha conmovido esa épica de los grandes gestos que se quedan apenas en la promesa de una acción magnífica, y que dejan en el aire el trazo nítido del sueño que estuvo a punto de cumplirse.”[9]
El proceso de conversión del evónimo en símbolo de la poética de Luis Landero se produce gradualmente. Por un lado, tenemos el énfasis que se pone durante toda la obra en el poder creador de la memoria, comparando incluso el mero acto de recordar con el de la narración: “[...] la mayor parte del tiempo lo ocupamos en contar lo que nos ha ocurrido, o lo que hemos soñado, imaginado o escuchado. O en recordar, que es también una forma de narración” (p. 77). Al mismo tiempo, esta insistencia en la evocación como fuente de ficciones aparece asociada en el libro a personajes cotidianos y nada excepcionales, como Manuel Pérez Aguado o su abuela. El acto de narrar, según se presenta en Entre líneas: el cuento o la vida, no es privativo de unos pocos, sino de toda la comunidad, de cada individuo: “Todos somos narradores y todos somos más o menos sabios en este arte” (p. 77). Así, el recuerdo anónimo y la narración cotidiana se han ido uniendo a lo largo de la narración hasta desembocar en el símbolo del evónimo, que adquiere todo su valor y significado en “¡El cuento o la vida!”, capítulo central en la estructura del libro:

Porque de los lectores, de los profesores y de los escritores depende, aunque sólo sea remotamente, que a las generaciones futuras no las devoren las sirenas de la barbarie y del olvido. No otra cosa es lo que consiguió aquella viejecita que, debajo del evónimo, un día le contó a un niño el cuento del pescador. Anónima la narradora, anónimo el cuento, anónimo el oyente. Anónimo también el profesor. Anónimos todos y finalmente todos necesarios. (p. 90) 

El evónimo está presente nuevamente en esta declaración de intenciones del autor de Entre líneas: el cuento o la vida. Y no sólo eso: el autor confía en la narración y en sus artífices para salvar al hombre del olvido, la verdadera muerte, la última frontera, sin importar que todos ellos sean individuos anónimos, porque para él todos somos necesarios en este proyecto común que es la literatura. En un momento dice: “Anónimo también el profesor”, y pensamos evidentemente en Manuel Pérez, pero también en Luis Landero, el autor en última instancia de este elogio de la memoria anónima.
La última cuestión que vamos a tratar sobre el evónimo arranca de su similitud fonética con el adjetivo “epónimo”, término que, según denota el diccionario, se aplica al héroe o a la persona que da nombre a un pueblo, a una tribu, a una ciudad o a un período o época. Entre ambos vocablos no existiría relación alguna si no fuera porque en Entre líneas: el cuento o la vida aparece un héroe o persona, Manuel Pérez Aguado, al que se asocia inevitablemente con un lugar concreto, Alburquerque. De esta forma, personaje y espacio forman una unidad en la mente del lector, una unidad que refuerza la presencia constante del evónimo (árbol plantado, recordemos, en la tierra de su infancia). Pero no solo eso. La relación con el adjetivo “epónimo” va más allá, puesto que en un momento dado Manuel Pérez será rebautizado por su profesor -la autoridad docente del pueblo, que daba nombres de lugares a los alumnos por cuestiones políticas y en función de sus resultados académicos- con el nombre de “Alburquerque”, su lugar de nacimiento:

Él entonces encabritó al caballo y montó en cólera: “¡Con España no hay bromas que valgan, rufián!”, gritó, dándole con la vara de olivo. “¡En adelante, en castigo por tu cosmopolitismo, y ya para todo el curso, serás sólo Alburquerque!” (p. 37)

Este nuevo nombre de Manuel (es muy frecuente que los personajes de Luis Landero resulten rebautizados a lo largo de su vida) trascenderá más allá de las aulas, como ocurría ya con su antigua denominación, “Albacete”. En efecto, Alicia le llama en un momento no por su nombre de persona, sino por un nombre de lugar: “Cuando llegaban a ochenta, que era hasta donde Manuel alcanzaba entonces, ella se volvía, sacaba la lengua y gritaba: ‘¡Ay, pobrecito Albacete!’, y salía corriendo y contando muy deprisa los pasos” (p. 34). El tratamiento del personaje es paródico, ya que en vez de dar él su nombre a una población (como cabría esperar de un héroe clásico, recordemos que a eso precisamente se refiere el término “epónimo”) es la población la que da nombre al personaje. Se produce, así, una inversión del significado original de “epónimo”. El niño Manuel, de esta forma, se representa más cerca de la figura del antihéroe que del concepto tradicional de héroe.

3. los mitos y la épica de lo cotidiano 
La interacción de los mitos (de todo tipo: clásicos, bíblicos, populares o de la modernidad) con la vida cotidiana de los personajes es muy habitual en las novelas que estamos estudiando. Sin embargo, no se trata de una simple evasión estética ante un difícil panorama. En el caso de Luis Landero, este recurso literario tiene como objetivo principal engrandecer, dignificar, el lado marginal de la realidad. Más que de mitificar o desmitificar la realidad cotidiana, debemos acaso hablar de un proceso re-mitificador. Se trata de volver a dar significado y dignidad a unos personajes olvidados por las crónicas oficiales de su tiempo. Toda épica requiere de una mitología donde las hazañas heroicas queden registradas y sirvan de modelo a las generaciones venideras.
El proceso de conversión de un acto cotidiano en “mito”, en el caso de una novela, pasa forzosamente por el uso adecuado del lenguaje a tal efecto. Y por cumplir dos requisitos fundamentales: “la rememoración y la evocación ritual”[10] o, dicho con otras palabras, el uso de la memoria y la repetición de ciertas conductas a modo de ritos. De esta manera, gracias al poder transmutador de la literatura, cualquier acto, por mínimo y cotidiano que sea, es susceptible de ser trasplantado a la tierra intemporal de los mitos, entrando a formar parte de lo que conocemos como épica de lo cotidiano.
Como ejemplo de este proceso transmutador, vamos a detenernos en la visión del mundo de don Isaías, oscuro y lúcido personaje que aparece muy poco a lo largo de Juegos de la edad tardía y cuya verdadera identidad se revela solo al final, pero de forma decisiva para el desenlace de la novela. Recordemos que, en un momento dado de su vida, este aprendiz de astrónomo deja de mirar a las estrellas desde lo alto de su edificio y comienza a observar punto por punto las peripecias callejeras de Gregorio, un tipo normal y corriente. La vida cotidiana le interesa entonces más que los misterios inmutables del cielo (esto entraña un simbolismo revelador, ya que muchos personajes de los mitos clásicos toman su nombre de los planetas y galaxias). Pero quizá lo más interesante de este cambio de objetivo es que don Isaías sigue utilizando el mismo catalejo, la misma perspectiva. De esta manera, los hombres de la calle sustituyen a los dioses, representados por las estrellas, como “medidores de las cosas”: brusca y simbólica transcición del teocentrismo al antropocentrismo, clara reivindicación del hombre de la calle. 
La mirada mítica y trascendente invade entonces lo cotidiano, desciende a la vida real. El autor parece decirnos que cuando miramos a nuestro alrededor así, intensamente, surge ante nosotros un nuevo tipo de personaje, a medio camino entre el héroe tradicional y el antihéroe, salvado y condenado al mismo tiempo por sus afanes. Sobre eso reflexiona don Isaías en otra parte del discurso que cuenta a Gregorio hacia el final de Juegos de la edad tardía, a propósito de un individuo metódicamente observado desde el sexto piso con su catalejo. Se trata de un discurso crucial para justificar los mecanismos narrativos y algunos temas recurrentes de Luis Landero:

Aquel hombre había perdido allí, o él creía que era allí, un mechero de oro con sus iniciales. Eso había ocurrido hacía ya tres años. Pues bien, veinte años después, siendo ya el hombre medio viejo, todavía algún día se paraba un momento en la esquina, o miraba sobre el hombro, con la esperanza quizá de encontrar el mechero. Lo supe porque una tarde bajé a preguntarle y él me lo contó, entre avergonzado y orgulloso. Claro, por un lado aquella terquedad era ridícula y no formaba una anécdota, no permitía ni siquiera ese consuelo, y de ahí le venía la vergüenza. Porque quien va a matar dragones, o gamusinos, y viene de vacío, podrá después contarlo y exhibir los despojos de una historia magnífica, aunque desdichada, del mismo modo que la llave de un palacio en ruinas puede servir hoy, a los también arruinados herederos, de pisapapeles u ornamento. Pero los hechos menudos no dejan huella, ni sirven luego para nada. [...] Uno más bien tropieza con piedras menudas del camino, sufre pequeñas mofas. Aunque, por otra parte, me dije, había también un modo de grandeza en esos tropiezos. La gloria de quien mil veces da en la piedra, de quien durante años busca un mechero en una esquina, hace de su fracaso una leyenda, y en su continua derrota llega a ser invencible. He ahí otro simulacro del destino. Y por eso aquel hombre del mechero hablaba también con orgullo. Porque aquella minucia, mil veces repetida, tenía ya un peso propio, y se podía contar. (p. 380)

La repetición sistemática de ciertas conductas, como dijimos más arriba, constituye uno de los requisitos para acceder a ese espacio intemporal de los relatos míticos. Cualquier cosa, hecha con pasión, puede contarse con cierto orgullo a las generaciones venideras. De esta manera ese hombre anónimo que menciona don Isaías «hace de su fracaso una leyenda», convirtiéndose en invencible frente al olvido.
En ese terreno se mueven los particulares héroes de nuestro autor. Mediante la palabra, Luis Landero los salva, los transciende, los dignifica, hasta constituir una épica de lo cotidiano, simbolizada por el evónimo y caracterizada por esa visión mitificadora del mundo que nos rodea.
Sobre este productivo diálogo entre mito y realidad, para terminar, conviene decir que otros autores de finales de siglo XX también lo emplean como recurso en sus novelas. Especialmente en relación con un proceso de dignificación de los personajes históricamente derrotados. Así lo ve Fátima Serra en su estudio comparativo entre Luis Landero, Antonio Muñoz Molina y Luis Mateo Díez:

Al poner en práctica este tipo de análisis con las obras escritas en España en los años 80, el crítico aprecia que novelas que en principio no parecen tener gran cosa en común -excepto el colocar la acción durante la postguerra española sin especificarlo- se aproximan en el esfuerzo de dignificar la existencia de los vencidos en su reducido mundo. La forma en que lo hacen es otorgando la victoria a los personajes en las batallas de lo cotidiano.[11]

La reivindicación de esta épica de lo cotidiano parece ser, así, una tendencia general entre los grandes novelistas españoles de entonces. Los escritores van a asumir un papel crítico con la reciente e insatisfactoria historia oficial de España. El tratamiento de los personajes conlleva una serie de valores implícitos que el lector percibe en mayor o menor medida. Una determinada apuesta estética pone de manifiesto, de esta forma, la postura ética del autor frente a la realidad. Vemos que los perdedores y los desheredados, ninguneados durante la dictadura franquista, pasan a ocupar un primer plano en el último cuarto de siglo, salvados por la literatura. 








[1] Entrevista de María Teresa Blanco a Luis Landero, “La imaginación de lo cotidiano”, Babelia, 6/7-4-2007, p. 2.
[2] Las ediciones de las obras de Luis Landero a las que hacemos referencia en este estudio son: Juegos de la edad tardía, Barcelona, Fábula, Tusquets, 1997; Caballeros de fortuna, Barcelona, Colección Andanzas, Tusquets, 1994; El mágico aprendiz, Barcelona, Colección Andanzas, Tusquets, 1999; Entre líneas: el cuento o la vida, Barcelona, Colección Andanzas, Tusquets, 2001; El guitarrista, Barcelona, Colección Andanzas, Tusquets, 2002; ¿Cómo le corto el pelo, caballero?, Barcelona, Textos en el aire, Tusquets, 2004; Hoy, Júpiter, Barcelona, Colección Andanzas, Tusquets, 2007; Retrato de un hombre inmaduro, Barcelona, Colección Andanzas, Tusquets, 2009.


[3] Luis Landero, “Claroscuro”, El País, 16-1-2000, en ¿Cómo le corto el pelo, caballero?, Barcelona, Textos en el aire Tusquets, 2004, p. 49.
[4] La lectura de Juegos de la edad tardía, El mágico aprendiz y El guitarrista arroja sobre el lector un efecto de coherencia que dota a estas tres novelas de una consistencia excepcional. Cabe preguntarse, pues, dónde residen las claves de esta unidad y cómo funcionan los mecanismos literarios que la sustentan.
Uno de estos mecanismos es el esquema de fondo que hay en estas tres obras de ficción, un esquema relativo a los personajes que, a nuestro juicio, aporta un equilibrio estructural al discurso narrativo. Este esquema recurrente tiene una organización triangular en cuyos vértices se ubican distintas categorías de personajes: el héroe indefinido, el principal personaje secundario y la amada del héroe.
[5] Miguel Martinón, Novela española de fin de siglo: cuatro lecturas, Santa Cruz de Tenerife, Universidad de La Laguna, 2001, p. 69.
[6] Elvire Gomez-Vidal, El espectáculo de la creación y de la recepción: Juegos de la edad tardía de Luis Landero, Burdeos, Presses universitaires de Bordeaux, 2009, pp 15-16
[7] Luis Landero, prólogo a ¿Cómo le corto el pelo, caballero?, op. cit., p. 12.
[8] Luis Landero, “Un recuerdo enfermo”, en ¿Cómo le corto el pelo, caballero?, op. cit., pp. 93-94.
[9] Luis Landero, “Claroscuro, en ¿Cómo le corto el pelo, caballero?, op. cit., p. 48
[10] Carlos García Gual, Introducción a la mitología griega, Madrid, Alianza, 1999, pág. 21
[11] Fátima Serra, La nueva narrativa española: Tiempo de tregua entre ficción e historia, Madrid, Pliegos, 2000, p. 154

30 dic 2018


Un poema del libro Levemente ondulado de Roberto Appratto

I
Es la voz de tu conciencia la que te habla
Y te dice: no has de sufrir.
Has de pensar en ti sobre todas las cosas,
Es decir en mí: sin distraerte
Con las ansiedades y los sentimientos de pérdida
Que te acechan a cada paso. Escucha:
Es la voz de tu conciencia la que te pide
Concentración y seriedad
Para pensar en tu vida.
Esta es la voz de la conciencia que te exige,
Desde ahora,
Escribir un poema por día.
Un poema.
No es una broma
Ni una exageración: un poema por día
Te ayudará a limpiar tu espíritu
Para no sufrir. Repito: no has de sufrir
Por problemas amorosos, sino
Amar a ese poema que escribirás
Para no sufrir. La voz de tu conciencia
Vuelve a hablar: escúchame: no te pierdas
En los trajines del día. No duermas tanto.
No vayas al cine
Solo para pasar el rato.
Debí haber hablado antes. Debí
Haberte prevenido contra todo esto,
Pero esperaba que actuaras
Por ti mismo. De modo
Que me mantuve en silencio. Hoy,
Con una voz ronca, tal vez por el desuso,
Pero fuerte,
He decidido hablar, y por eso me estás escuchando,
¿me estás escuchando?
Hablo con una voz pausada, serena, para decirte
Que te quedes así,
Sentado, si es posible, en actitud de cumplir
Estrictamente mis palabras: es en presente,
Es en imperativo, que te digo que te concentres,
Que te mantengas alejado del alcohol
Y de las malas compañías; que estés solo,
Profundamente solo,
Aun en presencia de los otros,
Que no harán sino molestarte
Con textos imprecisos, torpes, mal puntuados,
La expresión indirecta y borrosa de sus almas;
La voz de tu conciencia te dice que no los escuches,
Que limpies tus oídos,
Que te pongas de una vez
A escribir el poema. Ese es el llamado.
El poema permanece en ti como una fuerza invisible,
El ritmo de un contrabajo que va y viene
Sobre las inclinaciones de tu espíritu, hasta el otro día,
En que escribirás otro poema,
Como si nunca hubieras escrito antes:
Con una pose ingenua ante la salida libre,
Indómita, de tus palabras. Yo las guiaré, yo,
La voz de tu conciencia, capaz de ver el dolor
Y la imperfección en lo que has hecho.
Me dirás que es tu vida, pero es también la mía;
Tengo derecho, por tanto, a decirte que te calles.
La voz de tu conciencia exige, perentoria,
El respeto del silencio,
Del ejercicio espiritual
De un poema por día, y lo seguirás aun cuando
Los demás te indiquen otro camino:
Serás un hombre si puedes desoírlos y hacer
Solamente lo que te estoy diciendo:
No pienses en otra cosa; sobre todo,
No pienses en eso. La voz de tu conciencia
Piensa por ti
Para que no confundas el ritmo de tu vida
Con el de tu corazón. Te lo dice, solo por hoy,
Esta voz, advierte el desorden
En el uso inútil, operático,
De la fantasía, de la memoria,
De la ensoñación.
Deja que tu pasado,
A menudo abrumado por el dolor,
Por la incertidumbre,
Por la entrega absoluta a causas imposibles,
Por la lenta pero implacable corrosión de tu orgullo
Se evapore. Por eso te dice, una vez más,
La voz de tu conciencia que te quedes así, quieto,
Y no sufras. Escribe tu poema, firme, sólido,
Impasible, galvanizado en tu soledad, y estarás bien.
Ahora, con un gesto desprendido y generoso,
Con una sonrisa de aceptación, sin otra cosa que tu propia fuerza,
Escribe lo que te dictaré: empieza así: